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 3 Leyendas

Bibliografía:

López A., (10 octubre 2013), 6 Leyendas poblanas de horror. Recuperado de: http://www.sexenio.com.mx/articulo.php?id=39656

EL CALLEJÓN DEL MUERTO.

Una noche lluviosa del año 1785, la señora Juliana Domínguez, esposa de don Anastasio Priego -propietario de una antigua hostería del barrio de Analco, conocida como el Mesón del Priego-, comenzó con las labores de parto previas al alumbramiento de su primogénito.

Pese a las inclemencias del clima y la insistencia de la servidumbre respecto a acompañarlo, don Anastasio se hizo de su capa, sombrero y espada y salió a toda prisa en busca de doña Simonita, la partera de la región, dejando instrucciones de tener todo listo para el nacimiento a su regreso.

El futuro padre caminaba a trompicones entre los charcos del empedrado Callejón de Yllescas (en la 12 sur, entre 3 y 5 oriente), cuando se topó con un asaltante, que de inmediato apoyó una espada contra su abdomen, pidiéndole que le entregase todas sus pertenencias. Priego, como un excelente espadachín y sin tiempo que perder, desenvainó su hierro, lo clavó directo en el dorso del hombre y siguió su camino.

Después del parto, don Anastasio se ofreció a acompañar de regreso a la partera, sin embargo, eligió otro camino para no toparse con la sangrienta escena que había dejado a su paso, logrando avistar a distancia una pequeña multitud que se arremolinaba en torno al cadáver del malandrín.

Por años, el callejón fue conocido por los habitantes de la zona como El callejón del muerto, y se decía que en las noches lluviosas, el alma en pena del asaltante deambulaba sin rumbo. Algunos vecinos ofrecieron ceremonias religiosas para pedir por el eterno descanso del descarriado espíritu, mas no tuvieron éxito, ya que este continuaba apareciéndose de manera habitual.

Pasado algún tiempo, el padre Panchito, entonces párroco de la Iglesia de Analco, se encontraba próximo a cerrar el templo en compañía del sacristán, cuando apareció un hombre rogando una confesión, por lo que el sacerdote pidió al misario que le esperara mientras acudía al locutorio con el devoto, que parecía desesperado.

Luego de unas horas, el ayudante del presbítero se acercó al confesionario para verificar que todo se encontrara bien, sin embargo, no lo encontró ahí. A la mañana siguiente, tampoco acudió al primer servicio del día, por lo que el hombre, preocupado, decidió ir a buscarlo a la casa del curato. El padre Panchito se encontraba en cama sumamente desmejorado, reveló al sacristán que había confesado a un hombre muerto, y que en cuanto este recibió la absolución desapareció sin dejar rastro. Al día siguiente, el clérigo, cuyo corazón no logró resistir la impresión, perdió la vida, pero el antiguo callejón, conserva su emblemático mote hasta nuestros días.

lA FUENTE DE LOS MUÑECOS.

Allá por la década de los 30, en el corazón del actual barrio de Xonaca, se erguía una majestuosa hacienda, propiedad del entonces gobernador poblano Maximino Ávila Camacho. Cerca de la casa principal -que en nuestros días funciona como un convento- existía un viejo pozo que en algún tiempo proveyó del líquido vital a los lugareños.

Uno de los capataces de la finca, tenía dos hijos: un jovencito y su pequeña hermana, que siempre se dejaban ver correteando y jugando juntos por los jardines y las caballerizas; bajo la advertencia de mantenerse lo más lejos que les fuera posible del peligroso pozo.

En el ambiente campirano que inundaba la capital poblana, la madre de los hermanitos luchaba por mantener a sus hijos impecablemente ataviados a la usanza de aquél tiempo, por lo que los trabajadores de la hacienda los llamaban simplemente los muñecos, que siempre volvían a casa con las rodillas raspadas y los zapatos sucios de tierra, después de pasar la tarde en sus asuntos de chicos.

Una mañana, la mamá enfundó a los pequeños en sus relucientes atuendos y los armó con un paraguas para enviarlos a la escuela, ya que la lluvia repicaba fuertemente contra el techo de la vivienda. El joven caballero sujetaba la sombrilla y abrazaba a su hermana para protegerla de la lluvia mientras caminaban, esta fue la última vez que fueron vistos.

Por la tarde, cuando los hermanitos no volvieron a casa, el padre organizó al resto de los trabajadores de la finca para buscarlos, revisaron los túneles subterráneos aledaños, el camino al colegio y naturalmente, el tan temido pozo, sin embargo, no había rastro de los pequeños.

Al enterarse del luto que embargaba a los campesinos, el mandatario estatal mandó a cerrar el pozo y construir una fuente que hiciera honor a los dos jovencitos desaparecidos, las pequeñas estatuas fueron artísticamente elaboradas y pintadas con tonos brillantes, el niño sujetaba un paraguas y la niña cargaba sus libros escolares.

Cuenta la leyenda, que por las noches las estatuas desaparecen de la fuente -ubicada en la 18 norte, entre 24 y 22 oriente-  y por la mañana, se ubican nuevamente en su sitio, con los zapatos sucios y las rodillas raspadas tras haber jugado hasta la madrugada. Algunos lugareños solían pintar los zapatos y las piernitas de las figuras, pero al ver que al otro día se encontraban en las mismas condiciones, dejaron de hacerlo.

Muchos afirman haberlos visto jugando o caminando bajo la lluvia por las calles del barrio, otros más aseguran escuchar sus risas y cantos infantiles por las noches. El pequeño perdió el paraguas y el bracito con el que lo sujetaba, sin embargo, estas piezas tampoco fueron encontradas.

EL PUENTE DE LOS DUENDES.

En uno de los caminos del municipio poblano de Tehuacán, se yergue un puente peatonal de piedra, que fue construido para que los lugareños atravesasen el río sin mojar sus ropas y el cargamento de sus carretas.

Cuentan los locatarios, que hace tiempo existió un lugareño conocido simplemente como don Hilario, quien acostumbraba irse de juerga con sus amigos los fines de semana, y para olvidarse de las presiones que lo perseguían, bebía extraordinarias cantidades de alcohol, y volvía a su casa ya muy entrada la noche.

Usualmente, los compañeros de bebida de Hilario, lo acompañaban de regreso a su vivienda, que se encontraba del otro lado del puente, sin embargo, una de tantas noches, una trifulca callejera provocó que todos se dispersaran y el hombre se vio solo, caminando a casa en medio de la obscuridad y los matorrales.

En el camino, el campesino divisó una enorme gallina blanca, que sería un excelente remedio para la resaca que había previsto tener a la mañana siguiente, por lo que decidió perseguirla y llevarla consigo. Pese a encontrarse dando tumbos entre la hierba, a causa de la bebida, Hilario estuvo muy cerca de atrapar al ave, cuando esta se metió debajo del puente.

Al perseguirla, el jornalero se encontró con un ejército de seres de medio metro, que destazaban al indefenso ovíparo con sus garras y dientes, arrebatándose los trozos entre ellos y haciendo un gran escándalo. Al darse cuenta de su presencia, los duendes se volcaron contra Hilario, que corrió despavorido hasta dejarlos atrás, no sin antes experimentar un intenso dolor en sus piernas, provocado por los rasguños y mordidas de los demoniacos individuos.

Al otro día, Hilario despertó en su casa, pensando que todo había sido una terrible pesadilla, sin embargo, cuando intentó ponerse en pie, nuevamente sintió los pinchazos de dolor en sus tobillos, que se encontraban ensangrentados y lacerados.

Hilario se fue del pueblo y nadie volvió a saber de él, se dice que abandonó la bebida y se retiró a la casa de un familiar, sin embargo, los paseantes y lugareños frecuentemente han advertido las macabras risas y pequeñas huellas de sangre en las inmediaciones del enigmático puente.

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© 2015 por María José Vargas Osorio. Creado con Wix.com

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